“Iniciamos una conversación de la nada, con pena, con palabras que no se atrevían a salir:
—Hola
—Hola
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien.
La confianza creció, nos contamos secretos, nos mandamos fotografías.
—Hola
—Hola
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien.
La confianza creció, nos contamos secretos, nos mandamos fotografías.
—¿Estás ocupado?
—Un poco, pero prefiero conversar contigo. Cuéntame, ¿qué haces?
—Un poco, pero prefiero conversar contigo. Cuéntame, ¿qué haces?
Le conté mis más grandes alegrías, mis mayores temores, me llegó la inseguridad al sentirme descubierta. Empecé a imaginar cosas, que ya no me querría, sabía que era tímida, ahora me conocía aterrada por las cosas cotidianas, y ni qué decir de los grandes menesteres que nos mueven el interior.
Ya no me saluda de inicio, ahora lo hago yo. A veces tarda en responder, todo se fue diluyendo, con tristeza, con impotencia, con palabras que no se atrevían a salir:
—Hola
—Hola
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien.
—Hola
—Hola
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien.
Y así terminó. Se cerró la puerta, la ventana, la confianza, la emoción. Y ahí se acabó todo.
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